- Estando de Erasmus en Aix-en-Provence, vivía en una residencia de estudiantes, justo al lado del comedor-restaurante. Uno de los primeros y calurosos días que estuve allí, con mi francés aún tembloroso, pedí un café con hielo al camarero del bar. Al ver su cara de sorpresa, intenté explicarle lo que era, pero a pesar de mis esfuerzos el pobre hombre no conseguía entender el concepto ni el proceso. Así que puso dos cubitos de hielo en un vaso de plástico, lo colocó bajo el caño de la cafetera y puso en marcha la máquina, mientras miraba extrañado al vaso y a mí. Lo que salió fue una guarrada, claro.
- En mi adolescencia leí varias veces los tres primeros tomos de Harry Potter, y obligué a mi madre a comprarme el cuarto el mismo día que se puso a la venta. Lo empecé en el coche, con la poca luz del atardecer, y leí aquel prólogo en el cual resurgía Voldemort y mataba a un señor mayor con su serpiente, o algo así. Ese día, gracias a J.K. Rowling y/o sus traductores españoles, aprendí el significado de las palabras cayado y potentado.
- La primera vez que intenté ver el capítulo piloto de Los Soprano, lo quité a la mitad. Demasiado joven quizás. Alrededor de un año después conseguí verlo entero, pero me aburrí bastante y no seguí. En tercero de carrera, nuestro profesor de guión nos lo puso en clase y, esta vez sí, lo disfruté una barbaridad. Recuerdo las expresiones «película de 87 horas» y «mejor serie de todos los tiempos». De ahí a considerarla una de mis series favoritas sólo pasaron unos meses.