Hasta hace cuatro años, mi relación con el teatro siempre había sido muy discreta, por no decir casi inexistente. Había visto algún que otro hitazo en gira perpetua, alguna obra más o menos amateur de algún conocido, nada serio. Pero quiso el destino o don Pepe Isbert que mi camino se cruzara con el de Marcos Ordóñez, reputadísimo experto teatral y crítico titular en El País (lo cual quizá ya no signifique mucho -la decadencia del diario español más leído es tema para otro día-, pero quien tuvo, retuvo -supongo-). Él, profesor invitado con sus homilías de voz grave y sus lecciones de sabio cuentacuentos; yo, atento alumno en la discreción del aula en penumbra y tímido invasor ocasional del proscenio. Fueron pocas pero muy productivas aquellas sesiones sobre los entresijos del teatro a la luz de las candilejas, tras las cuales mi interés por ese mundo creció exponencialmente. Así surgió también mi progresiva afinidad con la pluma del señor Ordóñez, al cual rastreé y empecé a leer desde entonces, y valiéndome habitualmente de sus recomendaciones hacíamos la difícil selección de nuestra visita casi mensual (el bolsillo no tensa más, ya saben) a las salas. Y tirando del hilo llegué hasta Comedia con fantasmas, primera obra de ficción que le leo en la esmerada reedición de Libros del Asteroide (fue publicada originalmente en 2002).
Estas memorias ficticias nos cuentan la vida y aventuras de Pepín Mendieta, un niño que descubre el teatro casi por casualidad y, fascinado y cautivado sin remedio, no puede evitar adentrarse en ese loco mundo para no salir nunca más. El primer tercio de Comedia con fantasmas es maravilloso: la entrada a un universo tan diferente a la realidad cotidiana de Pepín está narrada con tal precisión, cercanía y sensibilidad que podemos percibir la pasión por el teatro del autor esculpida en cada frase. Con la incorporación del protagonista al equipo de El Gran Teatro del Mundo, la compañía itinerante responsable de ese epifánico Sueño de una noche de verano que cambiará la vida de Pepín, el lector va conociendo los secretos del mundillo al mismo tiempo que el niño, y tan ojiplático como él. También se nos presenta aquí al gran antagonista de la novela, el robaescenas Ernesto Pombal, megalómano productor, actor y director al cual yo siempre imaginé, diría que sin motivo, como un cruce entre Orson Welles y Josep Maria Pou.
Superado el primer tramo del libro, cuando Pombal y su troupe salen de escena y la cruda realidad (es decir, la Guerra Civil) irrumpe en el mundo de ensueño de Pepín Mendieta, es inevitable que el relato pierda algo de nervio. Aún así, las andanzas del rey de la comedia española siguen atrapando el interés del personal durante todo el largo relato, sobre todo gracias al magnífico retrato, con las gotas justas de nostalgia, de un mundo que ya no existe. Un canto de amor al teatro que a mí me recordó inevitablemente a aquella gran película de Fernando Fernán-Gómez que es El viaje a ninguna parte, hermana putativa de Comedia con fantasmas y ambas igualmente recomendables, sobre todo para aquellos que sentimos un especial afecto por el planeta espectáculo y aledaños.