Despierta una vez más mi mirada nítida tras un breve letargo, un solo ojo que se acostumbra con inusitada velocidad a la radiante claridad de mediodía.
Tres siluetas se acercan lentamente, las de los lados parecen ser hombres, la del medio es sin duda una mujer. Se aproximan con cautela, todavía a unos veinte o veinticinco metros de mí, ellos vestidos de cowboys, con largas gabardinas marrones y sombreros de ala ancha y botas de tacón, presumiblemente con espuelas, ambos de andar firme, vigoroso, llevando el paso. Ella entre ellos, la cabeza gacha, algo rezagada, como reacia a seguirles el ritmo, y desnuda.
El sol, casi en su punto más alto, hornea el ambiente, el calor emanando de la tierra y diluyendo los contornos. La llanura recalentada y desierta se mantiene en absoluto silencio, a excepción de algún graznido ocasional y lejano, la fuente del sonido siempre invisible.
A lo lejos, aunque cada vez menos, las tres figuras. Se aprecian ya las camisas oscuras de cuadros y los pantalones lanosos y ajados de ellos, un atisbo de tirantes rojos cuando la gabardina deja verlos, la presencia de espuelas confirmada por algún reflejo o centelleo azaroso, aunque no hay ningún caballo a la vista.
De igual complexión, vestimenta y andares, los hombres vestidos de cowboys se acercan mirando al frente, mirándome a mí, sin prestarle atención aparente a la mujer desnuda que va entre ellos, algo rezagada. De piel oscura y cabello negro noche, largo y enmarañado, pechos pequeños y piernas delgadas, muy delgada toda ella, sigue con la cabeza gacha, cómoda en su desnudez, o al menos no visiblemente incómoda en su desnudez aunque sí en su sumisión, mirándose los pies al caminar, intuyendo o temiendo o sabiendo que no debe quedarse atrás.
La nitidez de las figuras aumenta a medida que se acercan, ya a diecisiete, quince metros quizás. Empieza a oírse la cantinela metálica y latosa de las espuelas en el caluroso silencio. Un graznido ocasional y esta vez cercano (la fuente invisible) la apaga por un instante, y yo sigo siempre inmóvil, parapetado tras la seguridad que me procuran mi entereza y mi infalibilidad y el no pertenecer a ese mundo.
Los hombres vestidos de cowboys aprietan su mecánico paso al tiempo que mi fisonomía se les hace más patente (o así se observa desde mi posición), la mujer desnuda acelerando también sin levantar la mirada, la faz oculta por el abundante cabello, los brazos sueltos, balanceándose al ritmo de su marcha fatigada. Se adivina ya en su vientre tostado algún tipo de cicatriz alargada que lo cruza de manera horizontal, una incisión reciente quizás, luce más enrojecida que el resto de la piel.
A unos pocos metros de mí, todavía impertérrito a la llegada de los extraños, los rostros de los hombres vestidos de cowboys se distinguen ya con claridad (pequeños y oscuros los ojos, pobladas las cejas, tosca y abultada la nariz, torcida la boca en un gesto feroz, como esculpida entre la maleza de sus barbas), aunque no uno del otro, pues son inesperadamente idénticos, exactos, gemelos probablemente, pero también faltos de carácter, van vestidos igual. Ambos tienen su mirada fija en mí, en el centro de mí, aunque yo sigo indolente, impasible al inminente contacto.
Están muy cerca, se oyen ya los gimoteos y quejidos de la mujer desnuda, siempre con la cabeza gacha, mirando al suelo. La incisión es efectivamente reciente, por encima del diminuto ombligo, un tajo violento más que una incisión, hay rastrojos de sangre reseca a su alrededor.
Los hombres vestidos de cowboys que flanquean a la mujer desnuda de cabeza gacha, ella más rezagada que antes, casi detenida, están a dos pasos de mí, en silencio, los rostros inmutables, enfrentadas nuestras miradas, las suyas feroces, la mía escrutiñadora, yo impertérrito.
Detrás de mí, una voz cansada y ronca interrumpe la acción, apagando por tercera vez hoy mi mirada con su mandato. Corten.