Tengo una especial simpatía por aquellos escritores juguetones con su propio oficio, que distorsionan, falsifican o inventan obras y biografías ajenas en beneficio propio. El primero que viene a la mente es, claro, Borges (siempre Borges), pero también, sin salir del ámbito hispano, Vila-Matas o Bolaño son reconocidos practicantes del juego de las letras. Quizás es que cualquier libro de ficción que trate sobre libros, igual que me pasa con el cine, cualquier obra que se acerque mínimamente a lo meta o a la autorreflexión sobre el propio medio, me interesa. O, al menos, tengo una predisposición especial a que me guste.
Por eso, entre otras cosas, mi primer acercamiento a la obra del argentino Ricardo Piglia ha sido tan satisfactoria. Su deliciosa novela Respiración artificial se desarrolla gracias a una compleja estructura narrativa que incluye cartas encontradas, fragmentos de diarios, borradores de biografías o la pura investigación histórica. Entreverada en esta fiesta de formas encontramos un verdadero arsenal de pequeños ensayos literarios sobre, por ejemplo, la vigencia de Borges en la Argentina de la época o la veracidad de los diarios de Kafka. La mayoría de ellos toman la forma de conversaciones o discusiones entre escritores, copa en mano y cigarro en boca, no tan lejos de cómo uno se imagina las tertulias de los cafés literarios de antaño, reales o ficticios, cuando París era una fiesta y Fitzgerald y Hemingway se emborrachaban juntos y Horacio Oliveira filosofaba en buhardillas ahumadas hasta el amanecer.
Esta visión romántica, o más bien romantizada por el paso del tiempo y el peso de la historia, sin duda choca o al menos interfiere con la realidad misma. Es decir, ¿hasta qué punto es fidedigna la historia que nos llega sobre esta imaginario literario y, por extensión, toda corriente artística? ¿Qué pesa más, la fidelidad a la realidad o la atracción del mito? Si no podemos creer firmemente en este tipo de movimientos, documentados hasta cierto punto pero siempre reinterpretados o contaminados según conviene a la luz del momento actual, ¿por qué no creer también que Pierre Menard no escribió otro Quijote sino El Quijote? ¿Por qué no creer en una enfermedad llamada mal de Montano o que realmente Kafka conoció a Hitler en Praga en aquel lejano invierno de 1909?
Yo, animal de ficción como soy, destinado a ser eterno cautivo de la invención y la fábula, tengo la certeza categórica de que en algún lugar existe la Biblioteca de Babel que imaginó Borges, y de que allí habitan las obras completas de Benno von Archimboldi, y algún ensayo histórico de Cide Hamete Benengeli y, sin duda, también la biografía inacabada sobre Enrique Ossorio que preparaba Marcelo Maggi antes de quedar atrapado eternamente entre las páginas de Respiración artificial.
[…] Acostumbramos a asimilar, de manera inconsciente, la personalidad del narrador a la del autor, basándonos en la mera circunstancia de que el primero habla por obra y gracia del segundo. Esto no implica que uno sea reemplazable por el otro, tampoco equiparable o ni siquiera comparable, teniendo en cuenta que tal transubstanciación sucede poco o nunca, ni siquiera en memorias o autobiografías. Al fin y al cabo, la ficción siempre se erige vencedora en tan etérea controversia, se crece y todo conquista a su paso, somete y gobierna y monopoliza los dominios de la realidad. Somos ficción. […]
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[…] a partes iguales sonrisas cómplices, cabreos y necesidad de consultar el diccionario. Ya saben cuánto me gustan a mí los libros de lenguaje lúdico, rarunos y/o meta: Magistral no es una excepción. Si bien siento […]
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