Tras más de medio siglo de absoluta hegemonía, el cine digital había finalmente relegado al olvido la textura granulosa y parpadeo característico de las proyecciones en celuloide. Las viejas películas de acetato, en sus grandes latas metálicas, se conservaban silenciosamente en la oscuridad de su destierro, en las profundidades de museos y filmotecas. La cuarta década del siglo marcó el canto de cisne del cine primigenio: el Eden Théâtre de La Ciotat, último bastión de la resistencia, única sala del mundo capaz de proyectar aún en 35 milímetros, cerró sus puertas un lunes de primavera. Faltos de nuevo material durante décadas, se alimentaban exclusivamente de ajadas copias de cine clásico. Su última sesión, a la que acudieron trece personas, fue un pase de Los viajes de Sullivan.
Años después, con la llegada de los ataques electromagnéticos que desembocarían en las Guerras de la Información, la preservación y subsistencia del patrimonio audiovisual digital fue puesta en entredicho. Los más alarmistas vieron confirmados sus peores temores con el atentado de Berlín, un pulso electromagnético de nivel 4 que asoló todo el mundo industrializado. No sólo destruyó o inutilizó cualquier aparato electrónico que encontró a su paso, dinamitando así un estilo de vida tan asentado e interiorizado que era ya insustituible, sino que eliminó de un plumazo la totalidad de los fondos digitales de filmotecas, bibliotecas, museos, productoras y archivos privados. No quedó nada. De repente, había aparecido un gigantesco agujero de cincuenta años en la historia del cine, un vacío de arte desaparecido para siempre.
En el proceso de reconstrucción de un mundo ahora desorientado y semi-medieval, repleto de aparatos inservibles e incapaz de volver a caminar solo, el vetusto celuloide conservado y el recuerdo personal del individuo se convirtieron, a la fuerza, en los cimientos de una nueva historia del cine que tuvo que reinventar su memoria reciente.