Hasta hace relativamente poco, nunca había leído a Norman Mailer. Tenía la imagen mental de un tipo duro que resulta ser escritor, un buscabregues de manual con las típicas adicciones del gremio, estilo Bukowski o Hemingway. Cuál sería mi sorpresa entonces cuando me lo encontré participando en una serie que jamás de los jamases habría relacionado con un tipo (recordemos: imagen mental) como Mailer: Las chicas Gilmore. Una de las características más reconocibles de esta (a mi pesar) encantadora serie, que protagonizan una madre y una hija majérrimas hablando todoelratosinparar, es la morrocotuda cantidad de alusiones a cultura popular que sueltan por minuto. Norman Mailer empezó siendo sólo una más de esas referencias hasta que alguien lo convenció para hacer un cameo as himself en la serie. Así que si Rory Gilmore, tan leída ella, pudo zamparse un tochaco del calibre de Los desnudos y los muertos cuando aún llevaba pijama de esos con pies, por qué no iba a hacerlo yo.
Y la conclusión principal de la ardua tarea de leer la opera prima de Mailer es, simplemente, que ser soldado en una guerra es quizás una de las cosas más aburridas del mundo mundial. Si hay suerte y pasa algo, el soldado raso participará en alguna escaramuza o tendrá que enfrentarse a unas cuantas muertes estúpidas, pero en general lo que hará es, más que nada, esperar. Pero yo eso ya lo sabía. El problema es que en Los desnudos y los muertos la mayoría de personajes principales son, hablando en plata, unos capullos. Soldados deshumanizados por los horrores de la guerra y todo eso, sí, pero, sobre todo, tipos egoístas, rastreros y desagradables.
Es difícil sentir algún apego emocional por personajes así, y más teniendo en cuenta la estructura coral tolstoiana y el estilo nuevo periodismo de Mailer. Descartada, pues, la pura empatía, lo que sí consigue con creces es transmitir el tedio infinito del pelotón protagonista y, especialmente, el cansancio que sufren sus miembros a medida que avanza la novela. A fuerza de insistir y ser excesivo como sólo puede serlo un veinteañero que se propone escribir «LA novela bélica» sobre la Segunda Guerra Mundial, de tanto hablar de sudor y calambres y llagas y sangre, Mailer llega a cansar físicamente al lector. Y no creo que eso sea nada fácil.