Imaginen una minúscula isla artificial, totalmente deshabitada, cerca de Xochimilco, México. No hay humanos en las cercanías, ningún ser vivo a la vista. Allá donde miren, sólo hay muñecas. Cientos de ellas, entre los arbustos, colgando de los árboles, suspendidas en cables, vestidas o desnudas, tiznadas y empolvadas y enmohecidas, empaladas o empicotadas, descabezadas o desmembradas, algunas formando un terrorífico mural de cuerpos sin vida en una empalizada.
Cuenta la leyenda que el propietario original de la isla encontró el cadáver de una niña junto a la orilla, presumiblemente ahogada, con una muñeca de trapo flotando a su lado. El hombre decidió colgar la muñeca de un árbol, como señal de respeto a la fallecida. Asediado por el espíritu de la niña, comenzó a poblar la isla de muñecas de todo tipo, con el objetivo de complacerla. Unos cincuenta años más tarde, el cuerpo del hombre fue encontrado en el mismo lugar que murió la niña, también ahogado.